jueves, octubre 02, 2008

Sobre hacerse mayor

Sé que llevo demasiado tiempo posponiendo contar cómo fue mi último viaje a Canadá, y creo que ya va siendo hora.
Brevemente diré que estuve dos meses en Montréal y que hice algunas excursiones mientras estaba allí. Montréal no es una ciudad especialmente bonita pero tiene mucho encanto y hay algunos barrios por los que nunca me cansaba de pasear. El ambiente general sí que es distinto al que vi cuando estuve la otra vez en Canada (justo al otro lado del país, en la Columbia Británica), pero quizá tenga que ver con que en Québec son medio franceses, y eso le tiene que afectar a cualquiera.
La ciudad de Québec es preciosa y los alrededores tienen un paisaje increíblemente bonito. Yo sólo he estado dos veces en Estados Unidos y sólo durante unas horas cada vez, así que me imagino que la sensación de inmensidad será la misma que cuenta la gente que se atraviesa el país en coche. Espacios abiertos increíblemente grandes, casi infinitos, y que te hacen sentir muy, muy pequeño, pero a la vez en conexión con la tierra.
Una de las cosas que más me impresionó fue enterarme de que poco después de
estar en Québec ciudad se quemó la Manége. Era uno de los edificios militares más antiguos, donde los soldados solían entrenar cuando les mandaban a Canadá, allá por el siglo XVII. De hecho, era uno de los primeros edificios que hicieron los colonos cuando llegaron... ¡qué pena!
Creo que lo más importante de mi estancia en Montréal fue la gente que conocí y lo que me aportaron.
La primera sin lugar a dudas es mi "madre de acogida". ¡Qué mujer tan... peculiar! Gracias a su forma de hablar, casi a gritos y mezclando el inglés y el francés en la misma frase, acabé entendiendo perfectamente el acento québecois. Las dos hablamos mucho, así que no tuvimos ningún problema de comunicación, fuera cual fuera el idioma. Al principio me sorprendió, pero después de un tiempo no podía entender por qué no había vivido en un ambiente bilingüe toda mi vida... ¡me parecía muy natural!

Y luego está la gente de la escuela. En los dos meses que pasé en Montréal, el primero estuve yendo a clases de francés, y el segundo, estuve trabajando en una radio multilingüe.
Pues la gente de la escuela resultó ser fenomenal. Al principio pensé que me aburriría en clase, pero me lo pasé genial y me dio mucha pena cuando acabó el mes. Mi profe de por la mañana era el tío más estupendo del mundo. Todas las niñas de la escuela estaban loquitas por él, pero siempre se hacía el duro. Él me enseñó que el francés no está tan mal, y que puedes ser profesor de idiomas sin aburrir hasta la muerte a tus alumnos. Luego, mi profe de por la tarde era un hombre muy dulce. Era un poco más mayor que el de por la mañana, pero conectamos en seguida. Me enseñó mucho (y digo MUCHO) francés en sólo un mes. Y lo mejor de todo es que me inspiró la suficiente confianza desde el principio para que yo me desenvolviera en francés y fuera preguntándole cosas a la gente ¡apenas 24 horas después de llegar! Eso es impresionante, qué queréis que os diga. Y luego, bueno, todos los compis de la escuela. Todos estupendos a pesar de la diferencia de edad (tampoco mucha, pero suficiente), y creo que ya amigos para siempre.
Pero mi mes en la escuela se acabó y empecé a trabajar. Sin duda la situación era distinta, pero acabamos haciendo un grupito muy majo y nos lo pasamos genial. Mi jefe me enseñó muchas cosas, incluyendo francés québecois de conversación. Tenía un acento horriblemente cerrado y... Y le faltaban algunos dientes. La primera semana pensaba que nunca conseguiría entender una palabra de lo que me dijera, y él debió pensar que yo era retrasada o algo. Ese viernes me fui a casa al salir y durante todo el camino fui pensando en lo que iba a hacer. No entendía a mi jefe, no sabía hacer el trabajo (una cosa es traducir del idioma que sea al español, y otra muy distinta del idioma que sea al francés), y yo era la única española allí, así que... ¿qué
podía hacer? ¿lo dejaba? ¿le decía a los de la escuela que me buscaran otro curro? Al final del fin de semana había decidido que no iba a acobardarme. Estaba allí para aprender francés y si tenía que pasar por eso, pues que así fuera. Y así es cómo, al finalizar los dos meses, hablaba mejor francés que ninguno de mis amigos (que llevaban más tiempo que yo allí) y no tenía ningún problema para entender el acento extraño que tienen (para los que no me creáis y sepáis un poco de francés, mirad esto y luego me decís si el acento es o no es raro).
Bueno, quizá el primer paso fuera decidir irme y que mi cabezonería no se interpusiese a la hora de aprender un idioma totalmente normal. Claro que no fue una decisión al azar: me fui a aprender francés casi lo más lejos que se puede uno ir de Francia. Y no fue coincidencia. Yo lo siento mucho, pero hasta mis profes (los dos de Francia) reconocieron que los franceses tienen un carácter... especial. Decidí abrirme a un idioma que siempre me había dado tirria, y me alegro mucho. No es que ahora el francés sea mi lengua favorita, ni mucho menos, pero al menos leo y escucho francés todos los días sin que me den ganas de matar a nadie.
Y, ¡ah, bueno! Esta "excursioncita" ha renovado mis deseos de emigrar a tierras más frescas...
En otra entrega os hablaré de las excursiones que hice y de la nieve... ¡ah, la nieve!
 

La memoria de las flores © 2010

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